Un puñetazo de sol golpeó el rostro de Marisa a primera hora de la mañana. Abrió los ojos desorbitados y se encontró a sí misma tirada en su cama revuelta, con una ropa desconocida y vulgar, guirnaldas de maquillaje en su rostro y para su terror, sin nada bajo la falda arremangada. ¿Qué había sucedido? Era algo que no podía explicarse, se sentía diferente, apartada de su propio ser y sus convicciones, mientras un delicioso dolor le recorría la espina. De repente, flashes recordatorios de su aventura nocturna en un lugar de mala reputación comenzaron a llegarle a la mente, junto con la terrible sensación de estar expuesta, sobre todo si alguien de la oficina la hubiese visto. ¡La oficina! Miró el reloj con angustia y se apresuró a despojarse de toda su indumentaria sadomasoquista. Ahora sabía que las hadas de un licor desconocido la habían llevado a comportarse de una forma tan sucia que no podía soportar. Salió corriendo como loca, con el terror en el rostro. Entró a la oficina del banco y mientras subía los trece pisos en el ascensor, se preguntó cómo había sido capaz de desnudarse frente a extraños sin ninguna necesidad, siendo una reconocida gerente, un rostro público, cómo toda su vida podía irse por la borda en un segundo. Secaba el sudor de su rostro y trató de precisar qué rincón oscuro de su mente se había abierto, ya que los deslaves de placer aún recorrían su humanidad, ese cuerpo oculto debajo de un traje de sastre algo grande para tapar las curvas.
Tras tres segundos en la oficina, respiró tranquila. Al parecer, nadie sabía del “episodio de locura”, porque en lugares como esos nadie perdona la enajenación. La mañana pasó entre los tragos de café negro, aliñados con una buena dosis de culpa y vergüenza. Volvió al ascensor para ir a almorzar algo cerca. No había terminado de abordar el aparato, cuando unas manos frías rodearon su cintura, levantaron su falda y la empujaron hacia el espejo. Apenas podía reconocer ese rostro blanco y risueño. “Ahora tú y yo compartimos un secreto”, fue la última frase que salió de la boca de ese hombre al subirse el cierre para salir del ascensor. Ahora, Marisa entendía que alguien la había estado observando la noche anterior y no estaba tan sola en los rincones oscuros de la ciudad, todos tenían una vida secreta y sólo debía descubrirla poco a poco para manejar a los demás.
Donde había culpa, sólo sentía unas tremendas ganas de experimentar más y una risa pícara al bajar la falda y salir del ascensor.
Tras tres segundos en la oficina, respiró tranquila. Al parecer, nadie sabía del “episodio de locura”, porque en lugares como esos nadie perdona la enajenación. La mañana pasó entre los tragos de café negro, aliñados con una buena dosis de culpa y vergüenza. Volvió al ascensor para ir a almorzar algo cerca. No había terminado de abordar el aparato, cuando unas manos frías rodearon su cintura, levantaron su falda y la empujaron hacia el espejo. Apenas podía reconocer ese rostro blanco y risueño. “Ahora tú y yo compartimos un secreto”, fue la última frase que salió de la boca de ese hombre al subirse el cierre para salir del ascensor. Ahora, Marisa entendía que alguien la había estado observando la noche anterior y no estaba tan sola en los rincones oscuros de la ciudad, todos tenían una vida secreta y sólo debía descubrirla poco a poco para manejar a los demás.
Donde había culpa, sólo sentía unas tremendas ganas de experimentar más y una risa pícara al bajar la falda y salir del ascensor.
FANTASMA DE CONCRETO
ILUSTRACIÓN: KENNETT
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